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Ciencia en el limbo

Alicia Mattiazzi Investigadora superior emérita - CONICET


Desde hace aproximadamente dos años, quienes hacemos ciencia en Argentina vivimos en un limbo de incertidumbres. La Agencia Nacional de Promoción de la Investigación, el Desarrollo
Tecnológico y la Innovación, a través del Fondo para la Investigación Científica y Tecnológica (FONCyT), representa la principal fuente de financiamiento para la investigación científica en el país. Sin embargo, los subsidios ya adjudicados no están siendo efectivizados, ni siquiera los que son parte de colaboraciones internacionales. Peor aún, mientras se demora el cumplimiento de esos compromisos, se anuncian nuevas convocatorias, como la abierta en diciembre de 2023, cuyo cierre -originalmente previsto para marzo de 2024- fue postergado hasta julio de 2025.  Esta cronología absurda puede revelar un nivel de desorientación alarmante por parte de las actuales autoridades del FONCYT, si somos benévolos, pero parece una provocación. Y deja a la comunidad científica paralizada, a la espera de recursos que no llegan, atrapada en la incertidumbre más absoluta.  Mientras tanto, la estructura del CONICET sigue funcionando en apariencia: se pagan salarios, se reúnen comisiones evaluadoras, se abren convocatorias a proyectos (aunque los subsidios otorgados siempre fueron de montos casi simbólicos), se realizan aportes para el funcionamiento de los Institutos, y esa continuidad institucional -que podría interpretarse como una señal de normalidad- en realidad refuerza la contradicción y lo esquizofrénico del panorama: el sistema funciona, pero sin los recursos necesarios que le dan verdadero sentido a dicho funcionamiento.En este contexto, los investigadores seguimos asistiendo a nuestros laboratorios y tratamos también de seguir “funcionando”, intentando subsistir con recursos mínimos: reflotamos experimentos antiguos, pedimos prestada una alícuota de anticuerpos,
retomamos modelos matemáticos que no requieren insumos... Todo esto en un esfuerzo desesperado por resistir en este limbo frustrante y aparentar esperanza para evitar una mayor emigración de jóvenes talentos. No es la primera vez que la ciencia argentina atraviesa una crisis. Pero hay algo diferente en ésta, quizás más sutil pero más corrosivo: la indiferencia. Como si se esperara que los investigadores cayéramos por agotamiento, sin necesidad de empujarnos.



LA CIENCIA BÁSICA

En este clima, la ciencia básica es la más golpeada. Algunos institutos que brindan servicios a terceros aún logran generar ingresos propios. Pero los grupos dedicados exclusivamente a la investigación fundamental no tienen esa posibilidad. Y entonces habrá quien se pregunte: ¿Y no será razonable dar menos apoyo a la ciencia básica? ¿Para qué sirve? ¿Para que los investigadores se diviertan, mientras creen y hacen creer que trabajan? ¿No convendría priorizar la ciencia aplicada, que puede sostenerse con inversión privada? Esos planteos, que no son
nuevos, revelan y han revelado siempre, una preocupante miopía. La ciencia aplicada no existe sin ciencia básica. Son vasos comunicantes. La tecnología y la innovación no surgen de la nada: se alimentan de décadas de investigación silenciosa, muchas veces sin resultados inmediatos. No olvidemos que nuestros premios Nobel, como Houssay, Leloir, Milstein, fueron científicos básicos. En palabras simples y sólo para dar un ejemplo, Houssay descubrió el papel de las hormonas en la regulación del azúcar en sangre, abriendo el camino para futuros tratamientos hormonales para la diabetes y otras enfermedades metabólicas. César Milstein repetía: “No hay ciencia aplicada, sólo hay aplicaciones de la ciencia”. Su legado y el de tantos otros, no es sólo un motivo de orgullo: es una advertencia. Sin ciencia básica, no hay futuro. Solo atraso y dependencia. Hoy, más que nunca, necesitamos defender el conocimiento como un bien estratégico y colectivo. No hay país posible sin ciencia. Y no hay ciencia sin apoyo, sin planificación, sin compromiso.

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